Una sola pregunta inquietaba a Karl Marx cuando escribió El 18 Brumario de Luis Bonaparte: ¿cuáles eran las causas que permitieron que un personaje mediocre y grotesco pudiera representar el papel de héroe en la Francia de mediados del siglo XIX?
Las maniobras políticas, los resquicios legales que ofrecía la recién promulgada Constitución de 1848, pero, sobre todo, los enfrentamientos entre las diferentes fracciones de la burguesía y un equilibrio general entre las clases, le permitieron obtener un grado inusitado de poder dentro de la maquinaria estatal.
En polémica con las lecturas que ponían demasiado énfasis en el personaje (como la de Víctor Hugo en Napoleón el pequeño o Proudhon en Coup d’Etat), Marx indagó en las condiciones y circunstancias sociales que hicieron posible el curioso experimento político.
Los ecos del 18 Brumario resuenan en cada coyuntura en la que irrumpe un árbitro vulgar y caricaturesco al que “se le cae encima” un poder que lo supera y lo desborda. No faltan los impresionistas de siempre que agrandan al individuo atribuyéndole una fuerza e iniciativa personal sin precedentes.
Pasó con todos los pequeños “bonapartes” que emergieron a lo largo de la historia y sucedió también con Javier Milei.
Sin embargo, a poco más de un año de administración libertaria comienza a revelarse la acumulación de fragilidades, tanto en el terreno económico como político, y también empieza a percibirse la dimensión real del personaje.
Luego de una “primavera” intensa en la que se obnubiló con el poder otorgado por la profunda crisis del sistema político y el estancamiento catastrófico del empate argentino, Milei cae en la cuenta de que la tradición de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Esto es, los problemas que hasta ayer nomás eran “de la casta” hoy son problemas de Milei: la deuda, la restricción externa, el atraso en la productividad, la dependencia del país de las grandes potencias, la imposibilidad de liquidar de un plumazo la densa estructura social, la desconfianza de los “inversores” en la verdadera domesticación de un país intratable y la necesidad de ganar las elecciones, objetivo para el cual el dogma libertario no sería la mejor receta.
La embriaguez electoral condujo a un desequilibrio basado en un dólar artificialmente planchado (el “plan platita dulce” para la clase media), utilizado como ancla para sostener lo que consideran el principal activo político de este gobierno: la desinflación. La consecuencia fue un festival de importaciones y una pronunciada salida de dólares por el turismo de los argentinos en el exterior. Es decir, un drenaje de divisas que dejó raquíticas las ya pobres reservas del Banco Central e impuso el pedido de auxilio urgente al Fondo Monetario Internacional.
La desesperación por mostrar la llegada de “inversiones” empujó a Milei al corazón del Criptogate. El escándalo de dimensiones globales agravó la desconfianza y destruyó el “prestigio” que había acumulado a nivel internacional, escenario en el que ciertos actores “fingían demencia” sobre las rarezas del presidente argentino, para seguir enamorados del éxito de un ajuste que estaba sobrenarrado, pero era significativo.
Finalmente, desde el punto de vista político, la camarilla gobernante se fue cerrando sobre sí misma y dejó expuestas las precariedades del “círculo de hierro”: Karina Milei denunciada por “tráfico de influencias” en el centro de la criptoestafa y Santiago Caputo, después de editar en vivo una entrevista periodística, fue a “solucionar” con los métodos de patota los problemas menores de un diputado radical en la Asamblea Legislativa.
La desorientación política se hace evidente también en el amontonamiento desordenado de enemigos. Lo que en una primera etapa era una disputa contra “la casta”, que rendía por la inercia de la campaña electoral, se transformó en peleas recurrentes contra factores reales de poder sin ningún objetivo claro: Clarín, Paolo Rocca y el Grupo Techint, presuntos militantes de “la deva”; la poderosa Cámara de Comercio de EE.UU. en Argentina (AmCham), que cuestionó la designación de Ariel Lijo a la Corte Suprema; los mismos integrantes del máximo tribunal que dejaron afuera a Lijo al impedirle tomar licencia. Hasta Domingo Cavallo, “el mejor ministro de Economía de la historia” hasta antes de ayer, entró en la lista negra.
Por abajo siguen su curso conflictos que se intensifican o se vuelven más dramáticos por una perseverancia admirable.
El olor a estafa y el malestar se sienten en la calle, por lo menos entre quienes se oponen a Milei y vieron en el escándalo de $Libra una oportunidad para enfrentar al “presiponzi” y su banda, mientras que entre sus gaseosos adherentes aumentan las dudas.
Este extraño “cesarismo de mercado” está bastante cascoteado.
Marx afirmó en su 18 Brumario: “En ningún período nos encontramos con una mezcla más abigarrada de frases altisonantes e inseguridad y desamparo efectivos, de aspiraciones más entusiastas de innovación y de imperio más firme de la vieja rutina, de más aparente armonía de toda la sociedad y más profunda discordancia entre sus elementos”.
Si nos atenemos al álgebra general y hacemos abstracción de los protagonistas concretos, la descripción podría aplicarse a este año y pico en el que vivimos en peligro.
Cuando se escriba El 18 Brumario de Javier Milei, un capítulo tendrá que contar los momentos en los que soñaba con emperadores romanos y se despertaba con el fantasma de Mauricio Macri ahogado en un grito agónico a los pies del Fondo Monetario. Y otro deberá narrar los días furiosos en los cuales los delirios místicos de las fuerzas del cielo se chocaban de frente contra los vientos ingobernables de las fuerzas del suelo.