lunes, 4 de agosto de 2025 01:07
Viajar no es solo una forma de cambiar de paisaje, sino una forma de cambiar la mirada. Es una forma de romper la rutina, de salir de uno mismo, de ensanchar la mirada. Hay algo profundamente humano en esa necesidad de moverse, de descubrir, de cambiar de entorno aunque sea por unos días. Y también hay, cada vez más, una conciencia de que el turismo no es solo placer: también es impacto, elección, y responsabilidad. Las escapadas de fin de semana, los viajes organizados por redes sociales, los destinos que se vuelven virales: todo esto habla de un fenómeno que crece y se transforma todo el tiempo. Pero esa masividad también trae preguntas. ¿Qué dejamos cuando nos vamos? ¿A quién beneficia nuestra presencia? ¿Qué tipo de huella queremos dejar?
Cada vez más viajeros (sobre todo las nuevas generaciones) cambiaron el chip. Para algunos ya no alcanza con visitar los lugares “imperdibles” o tachar destinos de una lista. Hubo un giro hacia lo vivencial, hacia el contacto directo con lo local, hacia experiencias que se sientan auténticas. Caminar despacio, mirar con otros ojos, dejarse enseñar por los otros. Y sobre todo, se empieza a entender que viajar también puede ser un acto ético. Nuestra provincia aparece aquí con enorme potencial. Con su diversidad paisajística, su riqueza cultural, sus tradiciones y su historia, tiene mucho que ofrecer a quienes buscan algo más que un destino “instagrameable”. Sin embargo, aún tenemos mucho camino por recorrer. Catamarca no es un lugar que figure en todas las guías, ni que cuente con una infraestructura turística masiva, y tal vez eso sea, justamente, parte de su valor.
Volviendo a lo global. El turismo mueve millones, da trabajo, estimula sectores como la gastronomía, la hotelería, el transporte y la producción artesanal. Pero también puede convertirse en un problema cuando no se gestiona con cuidado: sobreexplotación ambiental, gentrificación, pérdida de identidad cultural y concentración de beneficios son algunas de las sombras. La pandemia de COVID-19, nos obligó a frenar, a mirar de nuevo, a repensar nuestras prioridades. Desde entonces, se empezó a valorar lo cercano, lo natural, lo tranquilo. Se impuso una especie de “slow travel” que prioriza el bienestar personal y colectivo. A eso se suma el rol de la tecnología, que no solo nos ayuda a planificar viajes sino que también transforma la manera de compartirlos.
Frente a todo esto, hablar de turismo consciente significa elegir con criterio, valorar el entorno, y asumir que nuestra forma de viajar puede colaborar (o no) con un mundo más equilibrado. Viajar con intención, entonces, no es solo una elección personal. Es apostar por un turismo que no explota, sino que cuida .Por que viajar es mucho más que moverse de un lugar a otro. Es una manera de ampliar la mirada, de abrazar lo distinto, de construir puentes en un mundo que muchas veces parece fragmentado.
Donde el tiempo respira y las cosas todavía tienen algo para contar
Entrar a un museo no es solo entrar a un edificio lleno de vitrinas. Es entrar en una especie de pausa en el tiempo, en el ritmo de afuera, en la lógica de lo inmediato. Es en algún punto dejarse tocar por cosas que vienen de otro momento pero que todavía tienen algo para decirnos. Porque eso hacen los objetos en un museo: hablan.
A veces bajito, a veces con fuerza. Una pintura, una vasija, una fotografía, una carta amarillenta, todo tiene una historia detrás. Y si uno se detiene, de verdad se detiene, hay algo ahí que empieza a moverse por dentro. No se trata solo de aprender datos o fechas, sino de conectar con otras formas de vivir, de pensar, de imaginar el mundo. Hoy que todo corre tan rápido, que lo digital parece haber absorbido todo, mirar con atención una pieza antigua se siente casi como un acto de rebeldía. Tomarse ese tiempo para observar algo que no se actualiza cada segundo. Es como decirle al tiempo: “acá no te tengo miedo”. Y no hace falta estar en grandes ciudades para eso.
En nuestra provincia los museos guardan una riqueza que muchas veces pasa desapercibida. Desde piezas arqueológicas que hablan de los pueblos originarios hasta objetos que narran la vida cotidiana de generaciones pasadas. Son espacios que no solo muestran el pasado, sino que nos ayudan a entender qué cosas seguimos arrastrando, el valor de lo que se conserva y también aquello que elegimos recordar como sociedad. Los museos dejaron de ser lugares cerrados, fríos, se vuelven más accesibles, más vivos. Y eso también cambia la experiencia: ya no es ir a “ver cosas”, sino a vivir algo.
Hay algo casi ritual en la visita a un museo. Uno entra y, sin darse cuenta, baja un cambio. El cuerpo camina más lento, la mirada se afina, la cabeza se llena de preguntas. Es como una especie de viaje sin moverse demasiado. En ese mundo de objetos detenidos hay belleza, dolor, símbolos, decisiones. Hay identidad y, sobre todo, memoria. Porque los museos no solo guardan lo que fue. Pasar un rato en un museo es, sin dudas, una necesidad. Porque a veces, para entender hacia dónde vamos, hay que escuchar lo que el pasado todavía está tratando de contarnos.