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Algo en qué pensar mientras lavamos los platos

Rodrigo L. Ovejero

Para empezar, un par de datos curiosos acerca de gatos, porque esta columna siempre cae de pie. Uno es verdad, el otro quizás lo sea (debería serlo). El primero es que, cuando empezaron a escribirse las primeras leyes acerca de la navegación, se impuso la obligación de que todas las embarcaciones de gran porte zarparan con un gato a bordo, para que se encargara de ratas y demás polizones de bajo calibre. El otro es que, en algunos hoteles del mundo, se puede alquilar el servicio de un gato para que la cama esté tibia y agradable al momento en que el huésped se va a dormir.

Como dije, no tengo la seguridad sobre el segundo dato, pero lo leí alguna vez y quiero confiar, tengo una natural tendencia a creer en los datos que hacen del mundo un lugar más pintoresco. Además, venía al caso contarlo en esta época de frío, en la que me sorprendí pensando en las alternativas para combatir las bajas temperaturas. Porque en realidad de eso se trata la columna de hoy, y más precisamente del equivalente inanimado al gato de los hoteles, un objeto que otrora fue muy popular y hoy se encuentra en extinción. Me refiero, sin más vueltas, a la bolsita de agua caliente.

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Para las personas que no han cumplido años muchas veces este objeto tendrá la misma entidad que un unicornio o una sirena, es muy probable que nunca hayan visto una, ni hablar de usarla. Por eso la definiré como un objeto de plástico blando, de forma por lo general rectangular (pese a que el diminutivo en su nombre podría indicar lo contrario, no había dos tamaños) plana, con una abertura con tapa a rosca por la cual se echaba el agua caliente. Luego se la dejaba en la cama, para ir calentando las sábanas. Por la mañana se la retiraba y se debía cambiar el agua.

La desaparición de la bolsita de agua caliente es inexplicable, tenía una efectividad tremenda para calentar la cama, aunque fuera por sectores, era barata y su uso era económico. El mundo -o al menos la parte de la cama donde van los pies- era un lugar mejor con ella. En mi opinión, incluso, el declive cultural occidental está indefectiblemente ligado a esta desaparición. Imagínese el lector si pudiera enfrentar este crudo invierno con la certeza de que por la noche sus pies estarán calientes, con que ánimo diferente encararía las bajas temperaturas, las lloviznas heladas e incluso circunstancias adversas que no se relacionan con el clima, como la pertinaz afición a la derrota de su equipo favorito o desengaños amorosos de toda clase e intensidad.

Algo en que pensar mientras lavamos los platos inicia, por lo tanto, otra campaña en pos del regreso de un objeto que nunca debió haber desaparecido. Es verdad, la campaña por la vuelta de los enanos de jardín fue un fracaso, pero tengo fe en el triunfo esta vez, el próximo invierno nos encontrará más preparados.

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