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Editorial
Lo ocurrido la semana pasada en torno a las denuncias de vinculaciones entre José Luis Espert y el presunto narcotraficante Fred Machado ha permitido observar un deterioro muy visible del valor de la palabra de la dirigencia política. La ciudadanía ha presenciado absorta el encadenamiento de mentiras evidentes montado por el principal protagonista del oprobio político, que en pocos días pasó de la negación a la aceptación parcial de sus responsabilidades, sumando en cada jornada contradicciones entre sus propias versiones de los hechos. Al cabo de pocos día hubo una conclusión casi unánime respecto de que Espert había mentido y la sospecha de que detrás de la información que continúa saliendo a la luz a partir de las causas judiciales que se tramitan tanto en Estados Unidos como Argentina, más testimonios y evidencias documentales, hay un entramado criminal cuyos alcances no se terminan aún de configurar.
Si los actores de esta tragicomedia relatada en capítulos diarios durante una semana entera fuesen solo Espert y el narco, el problema quedaría acotado. La gravedad del asunto es que le cupo un rol central al propio Presidente de la Nación, que, contra toda evidencia, sostuvo la total inocencia del legislador nacional y defendió, casi en soledad, su condición de principal candidato en el distrito más poblado del país. Y así como a nadie –o a casi nadie- con un conocimiento elemental del hecho le quedan dudas de las mentiras de Espert, del mismo modo es prácticamente generalizada la creencia de que Milei sabía lo que el ahora excandidato ocultaba, y pese a ello lo siguió defendiendo, argumentando presuntas “operetas” de desprestigio montadas por la oposición.
Hasta no hace mucho existía una noción compartida de decoro, una frontera invisible que separaba la disputa política legítima de la desvergüenza. Hasta no hace mucho existía una noción compartida de decoro, una frontera invisible que separaba la disputa política legítima de la desvergüenza.
Lo acontecido, en definitiva, volvió a poner en evidencia que los intereses sectoriales dominan hoy la escena política, muchas veces por encima del interés común. En la disputa por lugares, sellos y candidaturas, los hechos se distorsionan, se miente sin pudor y se manipula la realidad frente a las cámaras, con tal de preservar cuotas de poder o posicionamientos personales.
No hace tanto tiempo, el sistema político argentino conservaba ciertos reflejos éticos. Cuando un dirigente era alcanzado por denuncias con evidencia clara -a la vista de todos-, era apartado de los espacios de decisión o él mismo se corría del centro de la escena. No se trataba de una política libre de corrupción, ni mucho menos, pero existía una noción compartida de decoro, una frontera invisible que separaba la disputa política legítima de la desvergüenza.
Aquellos gestos funcionaban como mecanismos de autodepuración. Eran, en definitiva, la forma en que el sistema preservaba un mínimo de credibilidad ante la sociedad. Cuando esas válvulas se cierran, lo que queda es un poder que se retroalimenta de la impunidad y del cinismo. Y en ese terreno, la democracia se degrada, dejando de ser un instrumento para el bien común y convirtiéndose en un campo de batalla entre facciones que solo buscan su propia supervivencia.