En 1998, Guillermo Antonio Fernández -entonces un joven docente de Fiambalá- publicó, bajo el seudónimo Ignacio Martín Lui, “Cuentos nativos de ayer, de hoy, de siempre” en un contexto muy distinto al actual, cuando editar un libro desde el interior era casi una hazaña. Sin redes ni plataformas de difusión, la publicación adquiría un valor artesanal, sostenido por la convicción de que la palabra podía ser memoria.
Este primer título reunió relatos breves que recuperan la oralidad popular y la transforman en literatura con tono testimonial. Personajes entrañables, paisajes fiambalenses y costumbres en riesgo de olvido se convierten en narraciones donde lo cotidiano se entrelaza con lo mítico o lo trágico. Allí ya se perfilaba la poética que Fernández desarrollaría en obras posteriores: escuchar antes de narrar, recoger las voces de la comunidad y devolverlas como homenaje.
A veintisiete años de su aparición, Cuentos nativos… conserva su fuerza evocadora porque da testimonio de una época en la que publicar desde Catamarca implicaba recorrer ferias con ejemplares bajo el brazo, confiar en la recomendación oral, resistir al olvido desde la escritura. Más que un libro inicial, fue una verdadera declaración de principios.
Cuentos nativos de ayer, de hoy, de siempre… permanece, a casi tres décadas de su publicación, como obra fundacional. Cuentos nativos de ayer, de hoy, de siempre… permanece, a casi tres décadas de su publicación, como obra fundacional.
El corpus seleccionado para este análisis constituye un recorte significativo de los once relatos que conforman el libro. Estos cuentos, elegidos por su fuerza expresiva y por la densidad de sentidos que encierran, reflejan la diversidad temática de la obra y, al mismo tiempo, el empeño del autor por recuperar y recrear el habla popular y las formas de vida del Noroeste Argentino.
En el cuento “Guiso entre amigo”, Fernández abre el libro con una narración cargada de humor y picardía popular. La escena se ubica en Medanitos, donde un grupo de compadres se reúne a cenar. La demora del anfitrión y su fama de poco aseado despiertan la desconfianza de los invitados, quienes deciden gastar una broma al arrojar los acullicos en la olla: “uno por uno se sacaron los acullicos de la boca, arrojándolos en el interior de la ollita que parecía que estaba a punto de estallar”. La comicidad se intensifica cuando Ramón, sin advertir la trampa, se convence de que el sabor se debe a un condimento: “¡Ja!, exclamó, miren si son tontos, que hasta laurel le había puesto”. El relato, que podría terminar en risa compartida, da un giro inesperado cuando el orgullo herido del protagonista desata su enojo: “Y empezaron los tiros, hasta acabársele las balas. Lo recargó con furia, retumbando largamente los estampidos en todo el pueblo.”
El cuento condensa el espíritu de la oralidad popular, donde la exageración, la burla y el desenlace explosivo construyen un universo en el que la risa y el peligro están siempre próximos, revelando los códigos de convivencia rural.
En “Julián y su misterioso acompañante”, el autor recurre al duende, figura central en las creencias del NOA, pero lo presenta en clave humorística más que terrorífica. La narración se inicia en tono festivo: “Julián había pasado la noche en lo de su compadre, don Pirlo, donde habían hecho flor de asado. El vino había corrido generosamente…”. De ese clima alegre surge un contrapunto inquietante con la aparición de “un pequeñín cabezón vestido de jardinero” que acompaña en silencio el camino de Julián. La tensión se transforma en un momento insólito cuando el protagonista decide enfrentarlo con astucia y camaradería: “Señor duende, sírvase un traguito, métale nomás que todavía hay para los dos”. El relato se enmarca en la tradición oral que caracteriza al duende como ser dual, “que tiene una mano de hierro y otra de lana”, y cuyo vínculo con el exceso de alcohol refuerza su papel de guardián moral. Finalmente, Julián logra liberarse de su presencia al cruzar el río, elemento que, según la creencia, debilita al duende. El cierre, sin embargo, vuelve al humor: “Hasta mañana, señor duende, riéndose a carcajadas que retumbaron en toda la noche”. Así, el cuento equilibra lo sobrenatural con la picardía campesina, mostrando cómo la tradición mítica se integra al anecdotario popular.
Más cercano al registro del miedo, “ De Antinaco a Palo Blanco” presenta un duende asociado al espanto y a la memoria trágica. El relato se sitúa en una geografía concreta, la “zona de la herradura”, espacio cargado de supersticiones. Daniel y sus compañeros atraviesan la noche hasta encontrarse con una figura que primero parece un niño extraviado: “un pequeñín… parado frente a ellos con los brazos caídos a los costados. El cabello largo y la cara reclinada sobre su pecho les bloqueaba el camino.” Sin embargo, pronto reconocen que se trata del temido duende, “el famoso niño terrible que tenía una mano de hierro y otra de lana”. La narración aporta una dimensión más sombría al recordar su origen vinculado al aborto y al arrepentimiento de una madre, lo que explica su errancia como alma en pena: “cuando pega con la de lana lastima ferozmente y cuando lo hace con la otra mata”. En este cuento, el paisaje nocturno, el viento y las sombras contribuyen a un clima opresivo, donde lo sobrenatural se funde con la memoria de culpas colectivas. La advertencia de los pobladores, “en ocasiones cuando aparece hay que persignarse y pedir por su descanso eterno”, revela que el duende no es solo un mito, sino una figura que concentra el miedo, la superstición y el respeto por lo desconocido en las comunidades rurales.
Finalmente, La creciente ofrece un relato profundamente realista donde la naturaleza se erige como fuerza protagónica. La acción transcurre en Chaschuil, paraje cordillerano donde una mujer y su hijo resisten la amenaza del viento y del río Guanchín. La narración instala desde el inicio un clima ominoso: “Afuera el frío hacía presa de la noche y el viento en la confabulación diabólica impunemente arrastraba las ramas de los aún débiles álamos que cercaban el rancho.” Aquí no hay seres fantásticos, sino una naturaleza que se vuelve personaje con voluntad propia: “en épocas de creciente se transforma en un monstruo tempestuoso que arrastra casas, corrales, animales y hombres si se le cruzan en su arrebatado camino”. La protagonista, anónima como tantas mujeres campesinas, enfrenta la soledad y el peligro con un estoicismo silencioso, hasta que tres golpes en la puerta anticipan la desgracia. La revelación al amanecer -el cuerpo del esposo muerto frente a la casa- concreta el fatalismo que atravesaba la narración. El cierre condensa la tragedia con un tono poético: el viento “había demorado su caída eligiendo su víctima, eligiendo el momento de dejar una viuda y un huérfano”. En este cuento, Fernández muestra cómo la vida en la montaña está signada por la precariedad y la constante negociación con un entorno que puede volverse, de un momento a otro, implacable.
Con este libro, Guillermo Antonio Fernández dio un primer paso decisivo en su trayectoria literaria. Le siguieron títulos como Oíd mortales (2014), Estrellas en el río (2016), El aullido de la muerte (2018), Arrivederci (2020) y Pandemia (2023), obras diversas en tono y temática, pero unidas por la misma sensibilidad: la de un escritor que narra desde un territorio que conoce en profundidad. Cuentos nativos de ayer, de hoy, de siempre… permanece, a casi tres décadas de su publicación, como obra fundacional y, al mismo tiempo, como una clave de lectura para comprender el camino posterior de Fernández y el universo narrativo que fue tejiendo con constancia y fidelidad a su tierra.