Falleció el doctor Roberto Díaz

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El 27 de marzo de 1937, en la ciudad de San Fernando del Valle de Catamarca, Argentina, nació en el hospital San Juan Bautista, Roberto “Coco” Díaz; hijo de Roberto Díaz y María Argina Yapura, y hermano mayor de Neri Aquilino, María Mercedes y Rolando. Las únicas fotos de su infancia son en blanco y negro.

Vagabundea su memoria. Afloran recuerdos, observo, escucho. Es aquel changuito de diez años, avezado jinete, que acostumbra recorrer las lomas y quebradas ambateñas. Monta un caballo manso, con apero bien ensillado, guardamontes y alforja con el avío, donde no falta el pan casero, el pollo de la casa hervido, el dulce de membrillo y algún trozo de queso.

Lleva puesto pantalón de tela fuerte, camisa manga largas, saquito, pañuelo al cuello, alpargatas y sombrero ovejuno de paño. La cantimplora cruza su torso y cae al costado. El poncho cubre sus piernas encogidas, con estribos cortos.

Espera la señal para echar a andar delante del arreo. Otra vez siente la dicha de ser el único niño, hijo de un criador, en medio de rudos campesinos.

En el inicio del otoño, todos los años, los peones y dueños del ganado bovino juntan, en distintos corrales, los animales criados en campos privados naturales, sin alambrados, salvo las pircas en las ensenadas. A esta práctica o rodeo, se la llama aun “corridas”.

Luego, en un potrero con alfalfa o cebada de la estancia de San José de Ambato, se separan las reses, novillos y algunas vacas viejas, destinadas para la venta a los matarifes de la Capital. Después de dos o tres días de pastar juntos, ya se conocen entre ellos, bien comidos y listos para iniciar el arria.

Roberto, por el río Seco, marcha a la cabeza de la manada emitiendo mugidos. De esta manera, el ganado lo sigue sin dispersarse. Como es habitual en estas faenas, ahora no los acompañan los perros, porque van a la ciudad. Atraviesan El Agua Verde, El Puesto, La Cañada, Los Loros, puestos pertenecientes a la estancia de San José de Ambato, propiedad de la familia Cubas, descendiente del gobernador decapitado por orden de Rosas.

Repechan hasta El Portezuelo de Las Cuestecillas. Los animales se engolosinan, con gran gusto, con el tierno y aromático pastizal. El golpeteo en los guardamontes con la chicotera y los gritos de los hombres azuza el arria. Bajan por el encajonado arroyo y llegan a la casa de la Orden Franciscana en El Tala. Allí el ganado es encerrado en el corral. El niño todavía alcanza a ver en la lejanía, en el Cerro Manchao, el Río de Calle. El capataz, el señor Jiménez, los agasaja con asado y locro. Todos los arrieros pasan la noche durmiendo en los aperos.

Al otro día, cuando aclara, retoman la travesía orillando el río El Tala, vadeándolo varias veces. Pasan el puesto La Calera, Molle Quemado, Las Varitas, Loma Cortada, La Brea y La Chacarita. Llegan a la boca de la quebrada, al lugar denominado Las Rejas, siguen por el costado del alambrado de la finca “La Toma” del doctor Ocampo y caen al arroyo Fariñango.

Por ese cauce, continúan hasta la calle República, ya en la última parte del recorrido, llegan al matadero municipal, sobre la actual avenida Acosta Villafañez. La hacienda encerrada fue pesada y los propietarios cerraron las operaciones comerciales convenidas con anterioridad.

Al regreso, Coco se siente un hombre de campo hecho y derecho. Su padre ha comprado para la familia que quedó en El Rodeo, su madre, hermano y hermana, las exquisitas masas y bombones de licor en La Esmeralda, frente a la plaza 25 de mayo por la calle San Martín.

Sus recuerdos se van desgranando como maíces. La primera escuela primaria de El Rodeo, departamento Ambato, funcionó en la casa de la familia Barros. Pero Roberto asistió en 1942 o 1943 en la Escuela Nacional Laínez Nº 43, situada en la cortada que llega hasta la actual rotonda del mástil. La vivienda, en forma de “ele”, hoy todavía en pie, era alquilada a Pedro y Alberto Cardozo. Ahí hizo hasta quinto grado. La escuela era mixta, entre sus compañeras estaban Laura Moya y su hermana (actualmente religiosas), Tomasa Velardez, “Onocha” Sosa, Ada Villafañez, Luis Oscar Sosa “Rubio”, Pío Moya, Pedro Carrizo, Isidro Carrizo, Ramón Rosa Carrazana “Chichi”, Alberto Vega. Los varones vestían guardapolvos blancos y las niñas impecables delantales tableados y almidonados de idéntico color.

Su primer libro de lectura fue Abejita. En cuarto grado tuvo el Manual del Alumno de la editorial Estrada.

El director de la escuela era don Manuel Yacante. Fueron sus maestras: María de Ávalos, Blanca Lucero, Corina Parodi y la señorita Vergara. Rosa Navarro era la portera y cocinera. En el segundo recreo, Rosa servía, a todos los alumnos, mate cocido en jarros de aluminio, con pan criollo amasado por ella en la escuela. El almuerzo se ofrecía a los niños que vivían en puestos distantes del pueblo.

Para las fiestas patrias del 25 de Mayo, 9 de Julio y 12 de octubre, después de las palabras alusivas a la fecha, recitaban poemas de autores argentinos y bailaban danzas tradicionales, ataviados con trajes de época. La música era de una victrola y discos de pasta. La leche para el chocolate era provista por Segundo Cardozo, Marcelino Sosa y su padre, Roberto Díaz.

En las horas de Manualidades, las niñas ayudaban en la preparación de la comida mientras que los varones se encargaban de juntar leña para el horno y la cocina, lijar los bancos sucios, pelar los choclos, cortar las duras angolas, entre otras actividades.

La vacunación antivariólica a los alumnos tuvo lugar en la escuela. La responsable fue la encargada de la posta sanitaria, que quedaba en una pieza de Alberto Cardozo, cerca del río Los Nogales. Todos estaban temerosos, las maestras consolaban a los llorones y lloronas.

Al sexto grado lo hizo en la escuela Normal Regional de Maestros “Fray Mamerto Esquiú”, de la capital de Catamarca. Allí también cursó la secundaria y, en 1955, se recibió de Maestro Normal Regional Nacional.

En los veranos regresaba a su pueblo. Ayudaba en distintas faenas de campo: juntar choclos, luego el maíz, en la trilla del trigo, avena, cebada, las nueces. Es decir, en lo que sus padres disponían.

Los fines de semana los muchachos en grupo iban a bailar a la Hostería Provincial. Al terminar, salían de serenatas y volvían a la madrugada a sus casas. Coco dormía poco, pues sí o sí debía ayudar a controlar los terneros, mientras su padre y doña Isabel de Lindon, una vecina, ordeñaban.

En febrero de 1956 viajó con su progenitor, desde la estación del Ferrocarril Argentino a Córdoba, en el coche motor. Ese año ingresó a la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba, donde se recibió de abogado en 1962.

Los medios de transporte desde la capital hasta El Rodeo, tanto los de pasajeros como los de carga, eran privados. Para los primeros estaba la mensajería de Pedro Vuirli, mientras que Endrizzi era el guarda y boletero. En el pueblo, recorría los caminos internos levantando a los pasajeros. En la capital llegaba y salía desde la esquina de Sarmiento y Rojas. El recorrido se hacía por el viejo trazado del camino que pasa cerca de la Gruta, La Aguada, Los Hornos. Allí empezaba la cuesta, pasando por El Biscote, bajaba a La Cañada y seguía hasta El Rodeo. Años después, este emprendedor compraría un ómnibus de mayor porte marca Morris. Era conducido primero por Pascual Vuirli, luego por Negro Herrera.

Valentín Cardozo hacía también traslado de pasajeros, en especial de las docentes. Mientras que al de cargas lo realizaba Pedro Vuirli, en un camión Chevrolet.

También, Pedro Villafañez tuvo un camión y llevaba las proveedurías para los almacenes de Antonio Galván, Prudencio Calderón, Sebastián Bosch, Jacobo Villafañez y también a Las Juntas. Todos los vehículos circulaban por el antiguo trazado del camino precedentemente citado.

En verano, iban en sus automóviles el ingeniero Arturo Herrera, el abogado Guillermo Franco, don Pablo Bosch, el señor Alderete Salas, el doctor Andrada, la señora Inés Castro de Ocampo, el Sr Ernesto Salas, el abogado Saturnino Gutiérrez, el obispo de Catamarca Mons. Hanlon, Federico Seufer, coronel Mariano Pizarro, Luis Terán…

Todos los años la Fiesta de la Virgen del Valle, en los meses de abril y diciembre, era un acontecimiento esperado. Venía a la ciudad con sus padres, su hermano Neri y su hermana María Mercedes. El viaje para él era maravilloso y divertido. Mientras que otros pasajeros sentían náuseas y mareos por la sinuosidad del camino. La familia solía alojarse en el domicilio de su tía Ema Yapura de Carrizo. Su esposo, Lucas Carrizo, era sereno de las oficinas de Agua y Energía Eléctrica de la Nación, situadas en la esquina San Martín y Maipú. Allí ahora hay un edificio de venta de artículos del hogar.

A Roberto le gustaba andar en coche a caballo para ir de compras. También, presenciar y escuchar en la plaza 25 de Mayo la retreta ofrecida por la Banda de Música del Regimiento N° 17 de Infantería de Catamarca.

El olor y el sabor de la comida casera lo retrotrae a su casa rodeína de la infancia, adolescencia y juventud. Recuerda que la primera cocina era un fogón de piedras en el suelo y un grueso alambre que pendía de una vara del techo. Piso de tierra, paredes negreadas de humo, ramas y trozos de madera seca cortadas en una esquina. Luego, su padre hizo construir una más amplia y cómoda e instaló una cocinita de hierro fundido a leña, existente hasta hoy.

En las ollas, cacerolas y sartenes teñidas por el hollín, se cocinaba la variada comida criolla. Entre ellas, el sabroso locro de maíz blanco molido en mortero de piedra, junto al delicioso puchero de carne de la zona, guisos de fideos, y carbonada con charqui, preparados por su madre y otras mujeres que trabajaban en la casa, y que era también el almuerzo de la peonada. Sus delicias eran las cosas dulces: leche planchada, arroz con leche, mazamorra, budín de leche, dulce de leche (manjar del cielo lo llamaba su papá), de membrillo, de peras y duraznos en casquitos, compota de pelones, cuyo jugo era usado para bajar la fiebre.

Evoca con deleite. “Mamá y papá pelaban por la tarde los olorosos duraznos criollos, carozos pegados, los cortaban en gajos y los ponían en un recipiente enlozado. Después, ella los cubría con azúcar y los dejaba hasta el otro día. Las frutas soltaban su jugo.

El comedor o la cocina donde permanecían se inundaba con la fragancia de la frutas. A media mañana del día siguiente, en una pailita de cobre u otro recipiente los ponía a cocinar, sin agregar ningún líquido. No lo mezclaba, cada tanto lo controlaba y removía hasta que el dulce adquiría un punto gelatinoso. Una exquisitez, mejor aún si se acompaña con queso criollo”.

Antes de la construcción de la hostería provincial, ahora municipal y explotada por privados, su madre supo dar pensión a veraneantes de la capital. Entre ellos, el ingeniero Augusto Figueroa, Luis Terán, escribano Nicolás Ramírez Toledo, familia Barrionuevo. Además, de Buenos Aires, a Federico Seufer y al profesor Alberto Leiva Castro, su esposa e hija.

Leiva Castro tocaba el violín, ensayaba todos los días interpretando música clásica. Coco, ya adolescente, frecuentaba la casa del profesor Melo Cabrera, padre de los reconocidos folcloristas. Fue muy amigo de Nene, el menor de los hijos, compañero de guitarreadas y otras aventuras.

En la pensión de Etelvina Cardozo, se reunían los veraneantes y lugareños a guitarrear y se armaba un patio criollo. Se alumbraban con los faroles radiosoles, todavía no funcionaban los motores a gasoil que empezaron en la hostería cuando la inauguraron.

En la casa de Alberto Cardozo se hacían bailes populares. El lugar se llamaba “Rodi”. En ese tiempo, en El Rodeo ya había luz eléctrica hasta la una de la mañana. La música era de un combinado, con tocadiscos y parlantes.

A la confitería de Carrazana concurrían más los lugareños. Ahí tocaba la guitarra Julio Carrazana, también un hijo de Facundo Vega. Algunas veces se sumaban los Navarro con la mandolina y la guitarra, y el Negro Herrera con su bandoneón.

Roberto reflexiona: “estudié en las escuelas y universidad pública gratuitas, cuando el Estado Nacional era sólido. Mis padres, con su trabajo personal, mantuvieron a la familia”.

Ya con sus 83 años, la mirada del apasionado y experimentado abogado se posa en las hojas amarillentas del “Curso de Derecho Natural” de E. Ahrens, su libro de cabecera y retoma la lectura.

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