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Algo en que pensar mientras lavamos los platos

Por Rodrigo L. Ovejero

Uno nunca sabe cuándo se va a enamorar de una canción, igual que ocurre con las personas. De pronto estamos mirando una película, o escuchando la radio, nuestra mente en territorios lejanos, y suena esa canción que hasta ese día no sabíamos que necesitábamos, y ya no podemos prescindir de ella. Con el paso del tiempo la frecuencia disminuye (esa es otra trampa de cumplir años, la llama del entusiasmo necesita un atizador cada vez más firme) pero cuando ocurre es una ocasión para celebrar. No todos los días una canción nos encuentra.

En mi caso, llevaba un buen tiempo sin añadir una melodía al catálogo musical que me permite sobrellevar el trajín de la vida moderna de Rocko, hasta que hace unos días se estrenó la nueva película de Gabriel Nesci, “Mensaje en una botella” (y cuando Nesci filma algo, así sea la comunión de su sobrina, yo trato de verlo).

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En una escena fundamental de la cinta -que no pretendo estropear al lector con su descripción- suena de fondo Red red wine, en la versión de James Taylor. No era una canción nueva para mí, la versión de UB40 fue muy exitosa en la década del ochenta. Me gustaba, pero era demasiado alegre, demasiado bailable, sobre todo si se tiene en cuenta que habla de olvidar un desamor emborrachándose. Nil Diamond, en cambio, entiende la naturaleza de la obra (es lógico, él la escribió, probablemente –quiero pensar- mientras estaba ebrio, con un arma en la mano, intentando decidir si valía la pena seguir viviendo sin ella) y canta al borde del llanto, la voz quebrada, el dolor puede advertirse en su tono. Pero, además, hay otra diferencia esencial: no le pone trompetitas ni sintetizador. Nadie con el corazón roto quiere escuchar trompetas.

Como digo, entonces, nunca la había escuchado, pese a que tiene muchos años. Me suele suceder, se han grabado muchas canciones en la historia, demasiadas quizás, imposible estar al tanto de todas.

Una cosa más sobre esta canción. Desde el día en que vi la película he intentado escucharla como corresponde, prestándole la atención debida, y ha sido imposible. Y eso que no soy la persona más ocupada del mundo –esta columna es prueba cabal de ello- pero pareciera que siempre estoy haciendo otra cosa, alguna ocupación siempre deja la canción en segundo plano, convertida en un ruido agradable que hace más fácil pasar las horas. Eso me llevó a pensar que la vorágine cotidiana me obliga a escuchar música como un acompañamiento, nunca como la actividad principal. Siempre estoy haciendo algo más: trabajando, escribiendo, manejando, leyendo, y las canciones se suceden de fondo, su magia perdida en la falta de atención, cada una igual a la anterior. Por eso, uno de estos días me voy a tomar el tiempo de escuchar algunas canciones sin hacer nada más, porque ellas se lo merecen.

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