La novela de un escurridizo

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“Huellas del Perro Negro” (Ediciones del Boulevard, 2010), de la catamarqueña Julia García Mansilla, es la gran novela de las sucesivas fundaciones de la ciudad, en el marco de las Guerras Calchaquíes (1630-1637), que tuvieron a diaguitas y a españoles como protagonistas. Tales sucesos fueron reales, están documentados en la historiografía regional (Armando Bazán, “La cultura del noroeste”). El poeta Juan Oscar Ponferrada llamó “ciudad errante” a Catamarca, ya que la crónica histórica da cuenta de que tuvo seis fundaciones: Londres de la Nueva Inglaterra (Belén, 1558), Valle de Conando (Andalgalá, 1561), San Juan de la Rivera (Belén, 1607), San Juan Bautista de la Paz (Belén, 1612), San Juan Bautista de la Rivera (Pomán, 1633) y San Fernando del Valle de Catamarca (1683).

La llegada de los conquistadores al territorio del NOA desató una confrontación extensa con los aborígenes que, demonizados por el eurocentrismo político-religioso, se resistieron a ser despojados de sus tierras y de su cultura. Y el mestizaje fue forzoso, brutal. Las mujeres diaguitas fueron el ariete para la entrada a una nueva sociedad con supremacía española: “Desde que me apresaron, hace añares, vivo en el caserío, sirviendo a muchas familias castellanas mientras mastico amarguras. Sólo por burla algunos malquistos me apodaron Kusi, la alegre […] supe ganarme la confianza de mis amos y ellos me alentaron para que acercara a las casas a Chelemín, mi hermanito, por entonces wuawa y para colmo waschito.” (HPN, 38). Kusi es abusada por un español apodado el Flamenco y sometida a la religión cristiana mediante su bautizo como Carmen, momento desde el cual relata sus padeceres y los vaivenes de la guerra.

Más adelante, cuando crece, Chelemín es llamado por los españoles “el Escurridizo Perro Negro”, y es él quien dirige las huestes diaguitas en la confrontación con los conquistadores. El relato lo presenta al comienzo como un adolescente que simula ser pastor en las serranías del Shinkal mientras espía el villorrio enemigo de Londres, a orillas del Quimivil, hacia 1607.

La novela está estructurada de varias maneras: por su forma externa, se divide en capítulos que llevan los nombres de personajes principales y duales: Chelemín y Kusi, por el lado diaguita, y Rodrigo y Amparo, por el lado español. Se trata de una doble pareja de hermanos cuyas perspectivas sobre los hechos hacen que el relato sea polifónico, por la presencia de tres narradores en primera persona (testigos) más uno omnisciente que aparece cuando se refiere a Chelemín. Es decir, la focalización no es única sino variable a partir de las perspectivas que presentan estas voces, lo que refuerza el concepto de novela como fragmentación de lo “real”.

La narración en tercera persona centrada en Chelemín es una especie de panóptico que sostiene el anclaje con los sucesos históricos recurriendo frecuentemente a las anacronías -regresos en el tiempo, anticipos sobre sucesos futuros- para hacer avanzar la narración y generar intriga: “Tras un apresurado bautizo, Chelemín, el diaguita, pasó a llamarse Juan. Su historia, como la del tigre de dos cabezas que vaga por el monte en busca de cristianas presas, era dual. Había guerreado desde niño cuando la invasión y la audacia de los blancos, ‘los velludos’, lo hicieron necesario. Ahora, con diecisiete años cumplidos, recordaba las conjuras que reunían a los kuracas y a los amautas en algún lejano llaqta, para fraguar estrategias y urdir artimañas, con el propósito de ahuyentar de una vez por todas a tan arrogantes y poderosos enemigos.” (HPN, 19)

En el lenguaje se revela la ideología y se manifiestan en franca transparencia las experiencias, cosas y seres del mundo de los sometidos. Tanto en el relato de Kusi como en el de Chelemín está imbricado abundantemente el léxico diaguita. Para el lector, García Mansilla inserta un glosario al final de la novela. La inclusión dialectal y léxica, estilísticamente, alcanza más importancia estética que el retrato exterior de los personajes y aporta decisivamente al efecto de realidad a través del habla de aquéllos. Después de ser abusada por el Flamenco, Kusi se lamenta: “Llorando había saludado de lejos a mis toray, llorando abrí mis piernas, llorando caminé tras el peludo y desde entonces no dejé de llorar, con lágrimas verdaderas y con las que no se ven, pero que provocan fiebres y tembladeras. Tejemanejes del diablo, walichus que aparecen cuando los dolores se cierran en el corazón.” (HPN, 39).

Por el lado español, Amparo cuenta con un dialecto cercano al Español del Siglo de Oro su pasado de pobreza junto a Rodrigo, antes de aventurarse ambos hacia el Nuevo Mundo: “Mi tío, el cura, me enseñó a escribir. Mejor dicho, aprendí con sólo espiar, pues no me perdía detalle cuando algunas tardes, al caer el sol, aparecía por casa para desasnar, ansí declaraba a viva voz, a los varones de la familia” (HPN, 15). Una vez que hubieran cruzaron el océano, a orillas del Quimivil y empoderado por tierras y encomiendas recibidas de la Corona, su hermano desata el demonio de su obsesión por las mujeres aborígenes: “Mis ardores me motivaron a tal punto, que más de una vez obré como un hombre zafio, peor aún, descontrolado y violento.” (HPN, 32).

Otro elemento estructurador es el conflicto en tres niveles.

A nivel textual profundo: etnocentrismo europeo vs indigenismo periférico.

A nivel intermedio: los conquistadores desean oro, tierras y almas para evangelizar vs los diaguitas que desean mantenerse en sus territorios y con sus culturas.

A nivel superficial: Rodrigo y Amparo desean fama y riqueza en el Nuevo Mundo vs Chelemín y Kusi-Carmen que desean la libertad para los sometidos, alejando a los invasores.

Pero, como la Historia lo prueba, la balanza se inclina inexorablemente para el lado de los europeos. El rol que le toca al “Escurridizo Perro Negro” es el de desequilibrarla, al organizar y conducir la resistencia como un “Che” Guevara del Siglo XVII, apareciendo aquí y allá fantasmalmente para el enloquecimiento de los escudados en el poder imperial y colonial.

Un último recurso estructurador son los cronotopos, entendidos como las unidades de espacio-tiempo que tejen la trama del relato y lo hacen avanzar. Además de los capítulos, la novela presenta marcas textuales que permiten distinguir como unidades espacio-temporales a las siguientes:

– San Juan Bautista de la Rivera de Londres en 1607 (un Chelemín joven espía el caserío español. Kusi narra que es abusada. Amparo y Rodrigo recuerdan su vida y su viaje desde España);

– San Juan Bautista de la Paz a mediados de 1612 (doloroso desplazamiento de los españoles desde la ciudad anterior, destruida por los ataques diaguitas, marcando el comienzo de las Guerras Calchaquíes);

– San Juan Bautista de la Paz hacia finales de 1626, y San Juan Bautista de la Rivera de Londres de Pomán, desde 1633 en adelante (los diaguitas resultan vencidos, y aparece Pedro Bohórquez -el falso Inca- como negociador con los españoles y pacificador de los infieles).

Como ya dijimos, “Huellas del Perro Negro” es un texto polifónico en el que el discurso narrativo se construye con el aporte de las voces de estos personajes más las del narrador heterodiegético, es decir, que está afuera de la historia. Tal vez esta sea la elección más trascendental tomada por Julia García Mansilla al componer un fresco multifacético y alucinado sobre uno de los momentos más dramáticos de la historia del NOA. Por eso, decir que se trata de una novela histórica o neoindigenista es poco: es decolonial, aunque en equilibro al presentar y enfrentar las perspectivas políticas y humanas de ambos mundos.

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